Cuando pensamos en la pobreza en la antigüedad,
solemos equipararla a la esclavitud. Pero lo tristemente cierto es que, para
muchos, era mejor ser una propiedad de otro que no tener alimento, refugio o
abrigo.
Los sin techo de época clásica buscaban
refugio en lugares cubiertos como puentes, forneci
o acueductos, mendigaban por ciudades, alrededor de campamentos militares y en
los cruces de caminos. Si bien es cierto que eran considerados parias en una
sociedad sin ningún tipo de empatía ni solidaridad social, se les permitía atender
a trabajos sencillos o temporales. En ámbitos rurales, muchos se empleaban como
temporeros y, en ciudades pequeñas o grandes, como porteadores o mensajeros. Algunos
llegaban a desarrollar algún trabajo de subsistencia, como fabricantes de
sandalias o vendedores de pescado salado.
Algunos se vendían a sí mismos como
esclavos o gladiadores, otros (hombres y mujeres) se dedicaban a la
prostitución, muchos varones se alistaban al ejército y otros tantos se
convertían en ladrones o bandidos. La marginalidad social de los pobres, en
muchos casos, era prácticamente equivalente a la de un esclavo huido.
MNAC. Museu Nacional d'Art de Catalunya. |
Pero, ¿quiénes eran los miserables de la
antigüedad?
Podríamos agruparlos en tres categorías:
Los enfermos de todo tipo y los ancianos (los
desahuciados socialmente): tullidos, ciegos, endemoniados, etc.
Los huérfanos y abandonados: la gente sin
familia, sin gens propia ni mos maiorum que velase por ellos. Entre
ellos eran numerosos los niños y las niñas, pero también las mujeres.
Los arruinados: estos últimos vivían precariamente,
en simple subsistencia, y en cualquier momento -por plaga, hambruna, guerra o
crisis- podían perder su escaso peculio y propiedades, hundiéndose en la
miseria y el desahucio social.
Actualmente se calcula que cerca del 65%
de la población del imperio vivía en este límite, una situación en la que la
supervivencia es la única opción práctica.
Afortunados serían aquellos que podían
acceder al pan destinado a los perros. Muchos mendigos pululaban por las calles
de las ciudades, junto con ladrones, prostitutas y el resto de la fauna urbana
de la miseria. Hablamos de una vida muy difícil, muy hostil.
El único pensamiento en sus mentes era, como
ya hemos dicho, sobrevivir. No se aspiraba a prosperar, porque las garantías para
lograr el cambio no compensaban el esfuerzo; se consideraba una falsa ilusión.
La lucha y el conflicto son endémicos en una sociedad sin empatía hacia el
desfavorecido y sin solidaridad social. En una sociedad en la que la justicia
social consistía en que los ricos siguiesen siendo ricos y los pobres siguiesen
siendo pobres, la estabilidad social se garantizaba con el mantenimiento del estatus
social de cada uno. Evidentemente, esto funcionaba gracias a una justicia
arbitraria que obraba siempre a favor de los poderosos. El pobre siempre perdía
y debía, a toda costa, evitar todo enfrentamiento y pasar por el tubo de los poderosos.
Su única oportunidad: ser inteligente y astuto, pero con sumo cuidado.
La literatura tacha a pobres y mendigos de
vagos; sin embargo, los pobres valoraban el trabajo duro, que no es lo mismo
que trabajar sin sentido hasta la muerte. Como comentábamos unas líneas más
arriba, trabajar duro para no mejorar de estatus es un despilfarro de energías.
En esta situación, los privilegiados interpretaban su comportamiento como holgazanería.
Así pues, los desfavorecidos trabajaban para cubrir sus necesidades básicas,
sin más aspiraciones. De hecho, los dioses Fortuna y Destino, como demostraban
todas las historias mitológicas, estaban fuera incluso del poder de los grandes
dioses. El destino es, pues, inevitable.
El concepto de pobreza para las élites viene
cargado de tintas negras ya que, al referirse a los más desfavorecidos, los
define por sus hábitos antisociales como la arrogancia, la adulación, la desconfianza,
la tozudez, el mal genio, la cobardía, la falsedad, la avaricia… y siempre en
continua rivalidad por el honor o la posición.
“Trata a tu amigo como si fuera a
convertirse en tu enemigo”
(PUBLIO SIRO. Máxima 401)
Sin embargo, se reclama amabilidad y
autoestima desde los desahuciados sociales aunque no se cuestione el sistema
(como pasaba en la edad media con los siervos y los señores feudales). Si el
rico es poderoso y, por tanto, está por encima de los demás, no significa que tenga
derecho a maltratarlos ni esquilmarlos.
Pero volvamos a la creencia de que el
destino es inevitable. Ello conlleva a una visión fatalista de la vida
subyugada al capricho de los dioses; sólo se puede confiar en el trabajo propio
y, en el mejor de los casos, con alguna intervención divina que incluso puede
ser positiva.
“Es más fácil conseguir un favor de la
fortuna que conservarlo”.
(PUBLIO SIRO. Máxima 198)
“Cuando la fortuna te adula, lo hace para
traicionarte”.
(PUBLIO SIRO. Máxima 197)
En definitiva, en la mentalidad del
desfavorecido la riqueza es temida. La riqueza es motivo de envidia y
perdición, sinónimo de codicia obtenida por traición, robo y otros abusos. Así pues,
es mejor mantener lo que se tiene que intentar incrementarlo o, como decimos
ahora, “más vale pájaro en mano que ciento volando”.
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