dijous, 25 d’abril del 2013

Las aguas sucias en las ciudades

Las cloacas no formaban precisamente una red subterránea, por lo general eran conductos subterráneos que, aprovechando la pendiente natural (estaban orientadas hacia mar o ribera) libraban a la ciudad de sus inmundicias. Así pues, su trazado consistía en unas pocas zanjas paralelas, de como mucho 1 m. de ancho por 1,5 m de profundidad, que recorrían la ciudad, siguiendo el recorrido de sus calles unos pocos centímetros bajo los pavimentos. Estos desagües solían hacerse con grandes piedras, en ocasiones amortizadas de obras u edificios anteriores. En Badalona se recuperaron varias estelas íberas en este espacio.


A menudo, dichas cloacas eran útiles, más que nada, para drenar la ciudad. Recordemos que, hasta finales del siglo I dC., los ladrillos para la construcción no eran cocidos. Así pues, los adobes de barro y paja no eran un buen sistema de construcción para el húmedo clima mediterráneo, y menos aún para aquellos bloques de edificios que veían crecer su número de pisos improvisados a medida que crecía la población de la ciudad. Este pobre sistema constructivo era causa de derrumbes frecuentes, y la primera solución fue dirigir el agua bajo tierra, eso también explica por qué la cloaca máxima siempre se halla bajo una de las principales calles anchas (sea cardus o decumanus), porque recogen más agua que el resto de calles estrechas.

Cloaca máxima de Baetulo

Estas instalaciones no fueron siempre iniciativa pública, sino que también hubieron cloacas privadas, pero lo que las caracterizaba, en todo caso, eran sus deficiencias y su falta de proyecto. A diferencia de lo que nos enseñan en las escuelas, el saneamiento en las ciudades romanas no era algo fundamental, aunque conocían sus ventajas y su necesidad. Pero ni la misma Roma de un millón de habitantes, con un abastecimiento de agua perfectamente organizado y controlado, pudo con el trazado del alcantarillado. Amplias zonas estaban desposeídas de él, y las aguas sucias y estancadas se acumulaban en sus calles ante la permisividad y el desinterés de sus habitantes. Es ampliamente conocido el caso de la columna lactaria, lugar en que se abandonaban a los bebés no reconocidos ni aceptados por sus padres, lugar en el que con frecuencia se veía asomar las pestilentes aguas que nunca deberían salir a la superficie.

sumidero
Sólo las insulas (bloques de pisos de las clases populares) de las ciudades más populosas llegaron a tener lavabos, del mismo modo que apareció un inodoro por cada planta en nuestras casas durante la revolución industrial.

A menudo, las domus gozaban de sus propios retretes, que frecuentemente no estaban conectados directamente con las cloacas, ya que eran sustituidas por fosas sépticas situadas a escasa profundidad.

Las gentes sencillas y pobres debían acudir a algunas de las múltiples letrinas públicas, instalaciones bien atendidas, y pagar su entrada como un impuesto. Eran lugares donde la gente se citaba y charlaba, a veces con calefacción por hipocausto y una decoración asombrosa:

Alrededor del elegante hemiciclo o del rectángulo de su trazado, el agua corría sin cesar por unos regueros situados ante una veintena de asientos. Éstos eran de mármol, con una tabla enmarcada por consolas esculpidas en forma de delfín que servían de apoyo y separación. Era frecuente que sobre las consolas hubiera hornacinas con esculturas de héroes o divinidades, como en el palatino, o un altar a Fortuna, la diosa de la salud y la felicidad, como el hallado en Ostia. También era frecuente que la sala estuviera amenizada por el sonido del agua de un surtidor, como en las letrinas de Timgad.


 CARCOPINO, JEROME: La vida cotidiana en la Roma en el apogeo del imperio. Círculo de lectores. Barcelona. 2004. pág.61


Por extraño que parezca, el poder de cada ciudad también se plasmaba en sus letrinas y, evidentemente, en cualquier ciudad provincial no hallaríamos tales lujos.

Los más desfavorecidos orinaban gratuitamente en las tinajas ubicadas en la entrada de las fullonicas (lavanderías), pues estos negocios pagaban un impuesto desde la época de Vespasiano para poder utilizarlo en sus actividades.

Pompeya, tras el terremoto del año 62, todavía desaguaba sus letrinas en fosas o sumideros que se vaciaban regularmente, aunque la mayoría las conectaba directamente con la calle, barrida por el agua limpia y corriente “sobrante” del castellum aquae. Pero, con el tiempo, las cosas cambiaron y, por ejemplo, en Tiglad (actual Argelia), edificada en el año 100 d. C. y prototipo de ciudad hipodámica, el trazado de las cloacas pasaba por debajo de todas sus calles sin excepción, tenían entre 1 m y 0,80 cm de altura por 0,40 de ancho, y todas gozaban de registros para el mantenimiento.

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